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Segundo tiempo

Qué larga se nos está haciendo la primavera a los aficionados del Sevilla Fútbol Club. El viernes pasado no pude acompañar a Jul y Gan al Ramón Sánchez-Pizjuán porque tocaba presentación de mi último trabajo literario en una librería de dueño bético (de esos a los que no les gusta el fútbol, o sea, de la mayoría) no muy lejana a nuestro estadio.

Jul y Gan pasaron de mí y se fueron a ver el partido del Sevilla Fútbol Club. A ellos la literatura se la pela, y yo me quedé huérfano, aunque bien acompañado por la escritora argentina Silvia Tocco, con la que compartía escritura en esta ocasión, en una nueva comunidad palanganoargentina que tanto se ha repetido esta temporada. Mientras aguardábamos el inicio vimos cómo los aparcamientos se poblaban de aficionados con bufanda roja. Por un momento me atrapó la tristeza de no poder acompañar al equipo. Afortunadamente, lo que vivimos después mereció la pena.

A la salida de la presentación, que fue maravillosa, por cierto, y por lo que me cuentan, infinitamente más emocionante que el encuentro del Sevilla Fútbol Club, nos tomamos unas cervezas con la felicidad de un trabajo excelente junto a la compatriota del Papu, al baile de Alba Lucera y al canto de Germana Giannini, todo un equipo multidisciplinar y multicultural que hacía honor al libro. Pero no me quedé tranquilo.

Lo primero que hice al finalizar el acto, antes incluso de firmar libros, fue preguntar cómo iba el partido. Lo vi en el móvil de una bética, que a pesar de todo aprecio. El 1-0 del descanso me alegraba, pero no me daba sosiego. Las segundas partes del Sevilla Fútbol Club son cada vez más inquietantes, por no decir más cosas en rima consonante como decepcionantes, desilusionantes o cabreantes. Podía pasar cualquier cosa, por un momento imaginé la desesperación que podría sentir cualquier aficionado ante el primer pase atrás que cualquier futbolista hiciera. Y es que a día de hoy salta la chispa ante cualquier detalle.

No me había fijado que entre la multitud que asistió a la presentación se encontraba nuestro vecino bético. Había visto de lejos a un perro muy parecido al suyo, a Hulio, amarrado a la puerta de la librería, pero una especie de careta con la forma de una copa hizo que no lo reconociese.

—Vecino, enhorabuena por tu libro—me dijo antes de abrir su ejemplar por la página de atrás para que se lo firmara.

—Hombre, vecino, gracias por venir. No sabía yo que habías aprendido a leer.

—Venga, hombre, no seas rencoroso—me respondió aguantando la broma mejor de lo que esperaba—. Que lo mismo el año que viene nos encontramos en la UEFA.

Ahí me había dado el muy hijoputa.

Menos mal que el vecino no se quedó a tomar una cerveza. Una vez acabamos la interminable cola de firmas, antes de pedir cita con el fisioterapeuta (con el del Sevilla Fútbol Club, no, por supuesto) para superar la inflamación en la muñeca, decidimos irnos no muy lejos a tomar algo. Lo tomamos tan al pie de la letra que ocupamos una mesa al aire libre en el bar aledaño a la librería. Estábamos contentos, satisfechos. Compartíamos la cerveza todo una comunidad multicultural, a la que se añadieron amigos mexicanos devotos del Tecatito Corona y hasta gente de esta tierra nuestra, tan universal que no entiende de patrias o fronteras porque en su identidad las acoge a todas. Pasaba el tiempo entre risas, reconozco que llegó un momento en el que me olvidé del partido, como si el mundo no existiera más allá de la mesa en la que departíamos. Pero el regreso de los aficionados acabó por recordarme que me había perdido el partido frente al Cádiz. Lo peor fue cuando llegaron Jul y Gan a sentarse con nosotros.

—Empate a uno—dijo Jul, que ni siquiera me había mirado a la cara cuando llegó, lo que me hizo temer algo incluso peor.

—Y de milagro—añadió Gan—. Vaya desastre.

Menos mal que no quebraron la magia de la mesa y que, después de dos cervezas, aparcaron el tema para no terminar de amargarme la noche. Pero luego, cuando regresamos a casa, el fantasma regresó.

Encendimos la luz del pasillo que daba a la entrada del apartamento en el que vivimos. Justo frente a la puerta de nuestro vecino yacía mi libro en el suelo, algo desencuadernado y con unas hojas arrugadas que cuando las tuve más cerca tiré de nuevo al suelo por el mal olor que desprendían y el contenido color ocre que albergaban.

 —El vecino no ha aprendido a leer—dije yo mientras sentía una punzada en la cabeza como la que sufriría Joan Jordán tras el palo que recibió.

Por un momento intenté aporrear la puerta del vecino, pero me faltaban las fuerzas. También para mí era la segunda parte, y estaba hundido.

 

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