Los pies en el barrio y el grito en el cielo

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Cómo disfruté el pasado domingo por la noche… Cuánta felicidad creciendo minuto a minuto para terminar en una sonrisa sin límites y difícil de borrar en mucho tiempo… Y cuánta alegría aderezada con el recuerdo de aquellos derbis en los que uno era uno más mezclado en la algarabía de las grandes ocasiones, combinando cánticos y cervezas en una calle infinita con nombre de licenciado y, acto seguido, en la única catedral del mundo donde el silencio y el recogimiento son señal de malos augurios.

En aquellos años en los que, para un servidor, el derbi se jugaba en euskera, la rivalidad estaba reñida con la enemistad y, tanto en la calle como en las gradas, las dos aficiones nos mezclábamos y compartíamos botas de vino, porros y bocatas de tortilla. No había una mala cara, un mal gesto, un desprecio, un insulto. La única policía que tenía trabajo era la local para ordenar el imposible tráfico en eso que se ha dado en llamar “las inmediaciones”. Si los jugadores de ambos equipos hubieran accedido al estadio a pie desde sus respectivos hoteles de concentración, no habría pasado absolutamente nada. Y a ambas hinchadas todavía nos entra la risa cómplice por lo bajini cuando pensamos en las temporadas del 80 al 83…

Ahora que he cambiado la ría por el barrio, aunque ambos compartan el nombre de Nervión, mis derbis se juegan en andaluz. Ya sólo uno de los dos equipos luce rayas en su camiseta y no son ni rojas ni azules, colores asociados al respeto y al fair play en mi imaginario futbolero particular. Y aquí no hay botas de vino, porros ni bocatas que compartir con el rival. Aquí hay dos bandos. Y los de colorao son los nuestros. El resto es paisaje. Verde que te quiero verde, sí. El paisaje.

Aquí hay un equipo compuesto por una lista de miles y miles de convocados, de los cuales once saltan al terreno de juego en cada inicio de partido.

Aquí hay una pasión. Desmedida. Innegociable. Bendita. Auténtica. Sana. Envidiada. Rechace imitaciones.

Aquí hay un orgullo que tiene más de ciento treinta años y que sigue alimentándose del brillo de los metales conseguidos. A la altura de nuestros sueños. Las pesadillas habitan otras mentes. Porque no es lo mismo un palmarés que una palmera.

Aquí hay espejos para mirarnos a la cara. No retrovisores para mirar a un atrás que no nos interesa. Y las ventanas están abiertas para contagiar al mundo nuestro aire fresco, no para espiar al vecino.

Aquí hay tinta indeleble (sí, de la que no se borra) para seguir escribiendo la historia y la gloria del fútbol de nuestra ciudad, de Andalucía y de la Humanidad.

Aquí hay el inconformismo de los campeones. No todo vale. Y sólo nos ponemos de acuerdo cuando hablamos en primera persona del plural del presente continuo del verbo ganar.

Aquí tenemos los pies en el barrio, porque sabemos de dónde venimos, y el grito en el cielo, porque estamos convencidos de todo lo alto que todavía podemos subir.

Aquí solo hay un nombre: Sevilla Fútbol Club. El resto, insistimos, es paisaje.

Por todo ello, y de Nervión a Nervión, yo quiero un próximo domingo como ha sido el anterior.

(Por cierto, que el viaje de vuelta de Zagreb sea tan feliz como deseamos, equipo)

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