Nunca veo fútbol por televisión. Nunca veo partidos que no sean del Sevilla Fútbol Club. Nunca veo al Sevilla fuera del glorioso, como le decía mi amigo Monje, al Ramón Sánchez-Pizjuán. Estas tres negaciones resumen muy bien mi fe. Una fe muy insólita, pues se sostiene en el frágil andamiaje de los sentidos. Creer en lo que se ve. Pero si débil es ese sostén, la percepción, más raquítica aún es la negación de lo que se percibe.
En un mundo especular, como fotografió Debord, confiar en los sentidos ya es un signo de radicalidad sospechosa. Los maestros de la filosofía de la sospecha (Hegel, Marx, Nietzsche, Freud…) nos adiestraron críticamente contra la ingenuidad del esclavo; luego los magos, muy bien pagados, de la posmodernidad nos convencieron no de que la verdad, en muchas ocasiones, está detrás de las apariencias, sino que solo las apariencias son verdad. O peor aún, que la verdad es solo una apariencia.
El partido del sábado contra el Cádiz incumplí dos de las tres negaciones de mi código de conducta sevillista. Vi el partido y lo vi por televisión. Demasiado bien salió el asunto. Siendo mi conducta tan anómala, ¿cómo puedo recriminar algo a jugadores y míster por el empate? La salida de balón en los primeros minutos fue horrorosa. Los cambios de patrón de juego se pagan, pero más caro es no cambiar de patrón. Mendi fue útil para lo que le pedimos, y lo que no le pedimos ni esperábamos, y él nos dio sin tenerlo. Ahora hay que tener paciencia, aunque el calendario se torne sedicente. Este año el club tiene mucha más plantilla, pero la que hay no es exactamente una "obra de autor" ni de Orta, ni de Diego Alonso. Habrá que encontrar el calibrador de esta brújula. Reconducir el desastre perpetrado en el Sevilla Fútbol Club por el dúo Lopetegui/Monchi no es fácil, ni barato. Nosotros somos de los pocos, quizás los únicos, que podemos decir que incluso cuando erramos estrepitosamente, acertamos gloriosamente (la séptima como estrella de la redención en medio de la noche oscura de la depresión).
Después del empate, el equipo, y no el entrenador, tuvo miedo a la derrota. En esto, el Sevilla Fútbol Club acertó y Diego Alonso, demasiado forzado, se equivocó. Falló con los cambios, tantos delanteros… A Dios gracias se impuso la plantilla y el empate. El miedo o la valentía son actitudes que hay que valorar en un contexto y tiempo determinado; en abstracto, toda afirmación es falsa (volviendo a Hegel). En el momento actual del Sevilla, perder un punto en Cádiz es mucho peor que perder dos. En esto consiste cierta racionalidad estratégica: diseño global y prudencia local.
Retornando a la perorata inicial contra el ilusionismo postmoderno, les cuento lo que le pasó a Juanmi, mi hijo muy amado, en la final de Varsovia. Le cogió en un bar de Edimburgo, la pasión y el bendito sufrimiento de la incertidumbre le azotaban, una chica que observaba su fervor, con esa mirada entre envidiosa y estúpida de la indiferencia, le susurró: "Ni que te diera el Sevilla Fútbol Club de comer." A lo que Juanmi, siempre con reflejos dialécticos muy despiertos, le respondió: "Me da mucho, mucho más". Ese mucho más es lo que nos da la realidad del fútbol. Algo. Algo que tampoco es un nada, al decir del filósofo de la Universidad de Granada, Manuel de Pinedo. Algo que en una sociedad saturada de imágenes, pantallas y simulacros es siempre real precisamente porque es una convención del imaginario colectivo social. Algo que nos libera del reino de la necesidad (la comida) y nos eleva al reino de la libertad (la pasión). Contemplarlo por TV es reducirlo a un espectáculo. Verlo fuera de lugar sagrado, el Pizjuán, un sacrilegio.