¡Me gusta el fútbol! Panfleto de un sevillista contra el fútbol de Estado

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Me gusta el fútbol. Me gusta mucho el fútbol, pero mucho más me gusta el Sevilla Fútbol Club. Si ya los parones me parecían insoportables, no les digo este macabro Mundial de Qatar. Del hecho penoso (¡maldita sea!) de que el Sevilla FC le haya cogido el parón del Mundial en puestos de descenso, nadie deduce que haya que subir o bajar los impuestos o reformar o no el delito de sedición; nadie, en definitiva, extrae utilidades políticas. De los resultados de La Roja, sí. No de una forma racional y argumentada pero sí como palanca emocional asociada en el tiempo simbólico. Por eso, observo con asombro como gentes a las que no les gusta nada el fútbol, les encanta cuando quien juega es España (y no solo ahora que suele ganar, sino antes cuando perdía, también).

De esta simple constatación, que todos ustedes pueden comprobar con una simple mirada en su entorno, deduzco que hay algo en el fútbol de club (el fútbol) que no hay en el fútbol de selecciones nacionales, y algo en las selecciones nacionales que no hay en el de clubes (el fútbol). ¿Qué es? Muy simple, la política en su forma más irracional y tribal: el nacionalismo de estado. “¡¡Soy español, español, español!!”… les suena, ¿verdad?.

La naturaleza de simulación gozosa de los conflictos tribales que tiene el fútbol de clubes (el fútbol) se transforma en conflicto político real cuando quien juega no es el Betis, el Numancia o el Sevilla Fútbol Club, sino España o Francia, por ejemplo. La irresistible atracción de la competición y de la estética del juego son usados no para jugar y gozar, sino como movilización de una identidad política administrativamente real (España, Italia, Francia).

Los aficionados al Burgos o a la Balona (la Balompédica Linense, aclaración para esos que lloran con la selección y no saben lo que es un fuera de juego) no tienen tras de sí una comunidad política con inspectores de Hacienda y carros de combate, sino una maravillosa autoinvención literaria (es el relato mítico el que constituye a los aficionados de club) tan inofensiva políticamente como agradecida sentimentalmente.

Valdano decía que el fútbol era “lo más importante dentro de lo que no es importante”. Esa barrera entre lo importante y lo no importante se ve traspasada por la politización que implica el fútbol de selecciones estales. En política, las pasiones han de ser reflexivas y nada impulsivas; el fútbol, como el deporte de competición, sirve para desactivar lúdicamente las pasiones más peligrosas de la tribu. Hay fútbol, entre otras cosas, para que no haya política en todo. Si el fútbol se politiza, como hacen las selecciones estales, entonces el fútbol pierde gran parte de su sentido y la política se convierte en un peligroso juguete en manos de sentimientos xenófobos agonísticos.

Quién haya escuchado los gritos celtibéricos de los comentaristas de La Roja o haya leído las portadas de ABC, La Razón o El Mundo; no podrá negar la conexión entre el fútbol de selección y el nacionalismo español. Que la selección española tenga uno de los mejores equipos de selección de la historia no puede ocultar la instrumentalización política que se está efectuando por medio de una simbología que se presupone deportiva, neutral, pero que tiene una carga política brutal. No se trata de manipulación electoral, la gente no es tonta. Pedro Sánchez, como ayer Rajoy, no ganará o perderá las elecciones por los éxitos de “la Roja”. Pero la inyección de nacionalismo español que el fútbol de selección tiene afecta a estratos políticos más profundos que el electoral. En un momento en que los conservadores españoles comienzan a tener una nostalgia patológica del centralismo autoritario, la instrumentalización política de los triunfos de “la roja” es tan inevitable como dañina.

Pero sí. Me gusta el fútbol y por eso me siento como expropiado de mis sentimientos cuando los veo en manos de patriotas vociferantes. No critico al fútbol de selección desde el «pedestal intelectual» que reprueba las bajas pasiones de las masas incultas, o desde la «altura moral» que denuncia el escándalo del fraude fiscal programado de los héroes de La Roja. No, lo hago desde modesto y mágico gol norte de Nervión del Sevilla Fútbol Club, donde me crié con mis caprichos, mis fundados temores y mis irracionales amores futbolísticos.

He ido a ver al Granada, al viejo Los Cármenes, en tarde de lluvia, frio y candelá perder contra el Antequerano. He llorado y sufrido con la íntima falsedad de este juego. Cada uno puede alegrase con lo que quiera, pero encadenar la alegría política con uno juego deportivo es un acto de manipulación colectiva que destruye tanto la esencia del juego como la racionalidad política.

Al final, la intuición sensible del viejo aficionado a la pelota que soy, me ha sido más útil contra la instrumentalización política del fútbol que mil proclamas demagógicas contra el «opio del pueblo». Todas esas siniestras banderitas, que no dejan de ser siniestras por el hecho de que los que la llevan no lo sepan, ocupando las calles; y Sergio Ramos con el capote de grana y oro, La Roja: ¡qué asco! ¡Me gusta el fútbol!

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