Por lo que parece, las cinco jornadas que nos restan del campeonato liguero van a ser un sinvivir. El Sevilla Fútbol Club insiste en hacer bueno al refranero y afirmar que segundas partes nunca fueron buenas. El estado físico de los futbolistas, el VAR y los arbitrajes nos lo van poniendo cada vez más difícil. Y si a esto añadimos los tejemanejes de los organizadores de la Supercopa, qué vamos a contar. Porque todo encaja.
Este es un país tan bicéfalo como el águila del anterior escudo patrio, la que algunos añoran y que tan bien lo representa, con cada cabeza mirando hacia un lado, como si estuvieran enfadadas, pero que en realidad forman parte de un solo cuerpo y un solo espíritu, que diría también un sacerdote de la época. Madrid y Barça, un espejo en el que mirarse…ellos.
Pero ¡oh, horror!, quién iba a pensar en que se diera la posibilidad de que las dos primeras plazas del campeonato las pudiesen ocupar otros que no fueran el de siempre y el aspirante a ser el de siempre. Un peligro para el negocio y una prueba más de que nuestra liga no es más que un mero apaño entre dos más dieciocho convidados de piedra ávidos por no protestar para llevarse las migajas. Speech is silver, silence is golden, Hablar es plata y el silencio, oro, dicen los británicos y por aquí, y a pesar de odiar a la Pérfida Albión y de envidiar su liga, asumimos el texto del refrán y permanecemos en silencio con la esperanza de que nos caiga algo.
Porque, esa es otra, en este país el problema no son los ricos, sino la cantidad de mediocres y paniaguados que aspiran a serlo y que creen que alguna vez compartirán manjares de una mesa celestial en la que no caben, y no porque sea pequeña, sino porque la puerta que da acceso al salón está cerrada bajo llave y la custodian varios gorilas en la puerta. Ni siquiera ofreciéndoles merengue o mona de pascua te franquearán el paso.
El gran problema de este país siempre han sido los mediocres con aspiraciones, los comparsas, los que nunca acudirán a la cena salvo que sean divertidos y cuenten buenos chistes, esos que cuando terminen de hacer sus gracias y se les den las ídem, puedan comer todo lo que quieran en la mesa de los criados.
Y una pieza imprescindible para que todo encaje es el ejército. Ese ejército arbitral que, como el otro, en lugar de salvaguardar los intereses y las aspiraciones de quienes hacen posible la competición, y como también es tradicional por estos aledaños, constituyen el brazo armado que protege a los privilegiados. Y ello a pesar de sus sueldos miserables en comparación con los de otros. Salvo que vayan a comisión, como quien ya sabemos.
El ejército arbitral actúa de esa forma tan hispana, agresivo con los débiles, acojonado con los poderosos. El árbitro que no expulsó a Camavinga contra el Sevilla Fútbol Club y sus compañeros del VAR, probablemente no estaban cobrando nada por hacerse los locos. Simplemente respondían a ese atavismo patrio, al de la cobardía, y prefirieron la injusticia antes de dejar de recibir sus migajas. Y el árbitro que pitó contra el Levante, y sus colegas televisivos, no se acojonaron en este caso, sino que simplemente hicieron aquello que se hace por aquí desde los tiempos del Cid Campeador: ni quitar ni poner rey sino ayudar a su señor. Agresivos con los débiles, acojonados con los poderosos. Dos caras, bicefalia de nuevo, de una misma cosa, la cobardía.
El VAR, además, ha venido a proporcionar coartadas y a multiplicar cobradores del frac. A disfrazar de justicia el mangoneo y a perpetuar un estilo y una forma de hacer las cosas que no es que sea crónica, es que va camino de que la UNESCO la califique como patrimonio inmaterial de la hispanidad.
Pero, insistimos, la culpa no es del Real Madrid o del Barcelona. La culpa es de los que callan. No hay peor cómplice que el silencio. Como aquellos vecinos de poblaciones cercanas a Auschwitz o a Treblinka, que olían a algo raro cuando gaseaban o incineraban judíos en los campos de refugiados. Por lo que se ve, no hay presidente de club que ni siquiera diga que huele raro. Quizás sea porque cuando algo apesta de forma permanente acaba uno por acostumbrarse. Total, para poner la mano, qué más da a lo que huela.