Un repentino frío, tan súbito como la incertidumbre política. Y ya tocaba. Seguimos atendiendo un calendario que no se adapta a los tiempos, porque el frío llega ahora. Es precisamente ahora, cuando elegimos entre abrigos envolventes, cuando priman los deseos de que se repitan esas íntimas tardes de domingo, entre café y manta. Un café, un libro y tardes de película. Ahora, salir de la ducha se convierte en todo un reto y muchos, parecen despertar su tendencia más casera. Cambiamos tacones por zapatillas y medias por pijamas. Y no hablemos de cama. Entre una infinidad de intentos, los odiosos de madrugar se levantan para volver a caer. Caen en esos “cinco minutos de más”, que en sueños se traducen en segundos. Aplazamientos de alarmas de los que se esperan que sean eternos. Y todo ello, para los que tienen cama. Porque el frío también es un detector de vulnerabilidad, y más en nuestros tiempos. O peor aún, de clase social. Caminar entre calles provoca que me fije en que el ineludible frío, parece ser propiedad de pobres. Para ellos, el reto de la ducha es realmente ridículo, porque la esencia del frío nació en la calle. No cambian medias por pijamas, ni tacones por zapatillas. No han disfrutado del placer que supone aplazar una alarma, ni de otorgar valor a esos “cinco minutos de más”. De un modo u otro, como sensibles seres humanos, tratamos de buscar aquello que lo contrapone: el calor. Y para que los que sepan apreciar lo implícito, no hablo únicamente de temperatura.
Y eso de tardes de domingo suena muy bien, pero para gustos los colores. Y la subjetividad es la reina del párrafo anterior. Y quizás, es un plan que prefieran muchos, aunque otros, parecen optar por asistir a un partido de fútbol. Sí, señores. Ayer opté por este plan. Y conmigo, muchos aficionados cambiaron sofás por asientos repletos de servilletas. Suena raro. Parece que en momentos puntuales, el papel se constituye como claro contrincante de la humedad. Junto a las continuas rachas de linternas parpadeantes propias de las nuevas tecnologías, surgían pañuelos. El brillo de toda una multitud de móviles sobresalían como representantes del calor de una afición conjunta, y los pañuelos eran sinónimos de frío. Qué importará los avances de la ciencia cuando los mocos siguen siendo mocos. Tantos pañuelos como pipas se vieron en el estadio.
No obstante, en el Sánchez – Pizjuán también imperaba un calor diferente al de casa. Bufandas se transformaron en mantas, y los gorros cobraron su sentido. Pero no hablo de ello. Como sensibles seres humanos, los miles de aficionados llegaron para buscar otro calor. Es aquello que despierta cuando emerge la pasión, cuando las conversaciones entre pases llenan y los saltos de gol regalan abrazos. Cabe decir, que un abrazo en el estadio sabe muy diferente al de casa. El abrazo es conjunto, la afición celebra y los jugadores sienten. Esta podría ser la cúspide del sensacionalismo. Tan importante es lo que se dice como la forma en que se dice. Y el calor, se tradujo en esas formas. En cánticos, miradas repletas de inocencia y familias que se dedican un tiempo, dentro del estadio.
Pero tanto el calor como el frío son realidades subjetivas. Tan subjetivo como nuestra personalidad donde existen formas que nos hacen sentir más que otras. Y quizás prefieras una película de domingo, una noche de partido o ambas cosas. Pero una sola cosa está clara, el Sevilla FC ayer partió el molde. Una afición noruega que demostró la subjetividad de lo que denominamos frío y calor. Para los visitantes, el invierno sólo es nórdico y Sevilla, calor (a pesar de sufrir el frío de la derrota). Es todo un juego de palabras, la libertad por sentirlas de diferentes formas, dentro y fuera del estadio.