Un equipo de Champions

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La muerte ha llamado a la puerta de la madre de una amiga. Es un número más para alimentar la obscena curva de los informativos y es un desgarro a este lado de la pantalla del televisor. Es mera estadística y es lágrimas. No hay nada más frío que el calor lejano de los seres queridos. Lo previsible se antoja menos doloroso hasta que se sufre y la lluvia porta un brazalete negro en señal de respeto.

No es el mío un caso único, claro. Seguro que a todos nosotros, cada uno en su ámbito más íntimo, el delantero que juega con la camiseta negra de la pandemia y en la parte trasera lleva el nombre de COVID y el dorsal 19 nos ha marcado un gol por toda la escuadra del corazón. Venían atacando fuerte, con un sistema desconocido para nosotros, rompiendo todas nuestras previsiones y estrategias y haciendo de nuestros entrenamientos diarios meros y frágiles juegos infantiles.

Pero nosotros militamos en el mejor equipo de toda Europa, el que nunca se rinde, el que siempre se levanta, el que está cuando se le necesita, el que hace tiempo que eliminó de su diccionario sentimental la palabra cansancio y puso en negrita y mayúscula el sacrificio. El mejor equipo de Europa: el de las batas azules. Y desde esas gradas íntimas que son nuestros balcones, no dejamos de animarles. Porque somos uno más de ellos. Porque nos necesitan casi tanto como nosotros a ellos. Porque no creemos en ángeles de la guarda pero tenemos fe ciega en ellos, en nuestro equipo.

Nos han marcado un gol, vale, pero no lograrán impedirnos la remontada. Europa nos mira con respeto, con admiración, con sana envidia. Somos un firme candidato para ganar esta particular Champions y lo vamos a hacer. Quizás necesitemos la prórroga. Quizás haya que llegar a la tanda de penaltis. Pero el último gol, el que da la victoria y la gloria, el que despeja el camino hacia el reconocimiento internacional, ese gol… Ese gol lo vamos a marcar nosotros. Y lo vamos a celebrar a lo grande, invadiendo ese terreno de juego que quisieron arrebatarnos y que son nuestras calles, nuestros parques, nuestras plazas y nuestros bares.

En mi caso particular, lo celebraré de manera especial con mi jugador favorito. Porque, en este equipo, todos tenemos un jugador favorito. El mío viste siempre con la segunda equipación: la bata blanca.

Apenas tres esquinas separan su farmacia de mi casa en Nervión, nuestro barrio. Apenas dos días separan su columna de la mía en ésta, nuestra Colina. Se llama Manuel Machuca y, como todo el equipo, está jugando el partido más importante de toda su trayectoria profesional. Defender la alegría, como reclamaba el poeta Mario Benedetti, se ha convertido desde hace mucho tiempo en su mejor jugada ensayada. Y es una putada, con perdón, pero es que es una putada que la mascarilla no permita ver la sonrisa que siempre lleva puesta, incluso a esas horas en las que todos aplaudimos en los balcones y él lleva el cansancio de toda la jornada pegado a los huesos y la satisfacción del deber cumplido en los guantes rasgados, por donde asoma una herida que no se permite que le duela.

Mientras Jul y Gan se encargan de sacar a pasear a Coke23, turnándose, eso sí, para no infringir las normas básicas del confinamiento, Manuel recorre el barrio visitando los domicilios de sus vecinos (¿por qué llamarlos clientes cuando Manuel conoce sus vidas y sus desvelos al menos tanto como sus propios familiares?) Manuel no sólo les lleva medicamentos. Les lleva también ánimo, conversación, una generosa ración de humanidad y un soplo de ese aire fresco que no se consigue ni abriendo de par en par los balcones.      

Manuel no es un héroe. Y si se lo llamo seguro que se enfada conmigo. Manuel es mucho más que eso. Manuel es un privilegio. Lo mismo que todos los que visten bata, sea blanca o azul. En mi equipo siempre querré a jugadores como Manuel, a jugadores como todos ellos. Por eso, no hay día que no me ponga de pie en la grada de mi ventana y les aplauda a rabiar.

Cuando todo esto acabe, que acabará, nos va a faltar tela para hacerles el tifo que se merecen.

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