Sevilla somos nosotros | La opinión de Pablo Sánchez

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Soy de los afortunados que ha vivido la época dorada del Sevilla FC. Recuerdo cómo mi tío me contaba que él vivió la eliminación ante el Isla Cristina o el Atlético de Madrid B. Viajes a Almendralejo, Mérida, Jerez y cientos de ciudades de las que hay muchas que ni sabía que tenían un equipo de fútbol. Estoy acostumbrado a ver a mi equipo llegar a finales y, en la mayoría de las ocasiones, ganarlas. Pero también he visto finales perdidas. Se me ocurren las Supercopas de Europa frente al Madrid o el Barcelona, la final de Copa ante los catalanes en el Calderón o la más dolorosa, ante el Milán tras el fallecimiento de Puerta. Eso si, siempre con honor, casta y coraje. Yo he visto a jugadores sudar la camiseta y dejarse hasta el último aliento en dejar al club en lo más alto. Siempre aplaudidos por una afición que nunca los ha abandonado. Hasta hace menos de una semana. El partido que tuvo lugar en el Wanda Metropolitano no puede calificarse con ningún adjetivo positivo. Los desplazados allí, entre los que me incluyo, no dábamos crédito. Ya en el minuto cinco de partido éramos conscientes del curso que iba a tomar el encuentro. Un gol. Y otro. Y otro. Los Guardianes de Nervión silenciados por la marea blaugrana que ya cantaba el «campeones» a su equipo en el descanso. Hasta que ocurrió lo que tenía que haber ocurrido en el minuto 31, cuando Messi anotó el dos a cero.

La afición se levantó y empezó a hacer valer algo que a la gente del Sevilla nos sobra. El orgullo que corre por nuestras venas hizo que la rabia saliera por nuestras bocas. Siendo humillados por el FC Barcelona mientras los jugadores arrastraban nuestro escudo por el suelo, salió una voz desde la zona de Biris Norte con uno de los cánticos más acertados de la historia: «SOMOS NOSOTROS, SEVILLA SOMOS NOSOTROS». Nunca ha sido un cántico para hacer inferior al eterno rival, sino para recordar quiénes siempre están ahí. El cántico era unánime y consiguió su propósito, que los once del césped, los suplentes, el entrenador y la directiva entiendan que lo único que no debe cambiar en un club es su afición. Una afición que comenzó a cantar el himno en el minuto 51, que casi no vio el penalti que marcó Coutinho porque tenía lágrimas de impotencia en sus ojos mientras entonaba ese cántico de guerra que El Arrebato hizo y que ellos se encargaron de convertir en universal.

Esa afición que esperó a que el árbitro pitara el final del encuentro para recibir a los suyos, y no con los brazos abiertos precisamente, para recordarles que el escudo que llevan en el pecho tiene 128 años de historia y que ellos no son nadie para arrastrarlo por el césped. El perdón no sirve de nada si no es sincero y los sevillistas lo sabemos. Las lágrimas de Soria mientras lloraba agarrado a la valla de publicidad o las de Navas tirado en el césped valen más que el perdón de la Directiva. Y no es porque sean canteranos, dato importante, sino porque sienten el escudo como un aficionado más. Lenglet derrumbado o Banega siendo consolado por Pizarro son el reflejo de esa afición que no dejó a su equipo de lado cuando quisieron bajarlo allá por los 90 a Segunda B y no lo va a hacer ahora.

No podemos encontrar un solo culpable de lo desastrosa que ha sido esta temporada, por mucho que nuestro presidente afirme que los sevillistas no tenemos motivos para enfadarnos. La mala planificación que se intuía en verano ha sido reafirmada a lo largo de una temporada que puede culminar en desastre si el Sevilla no logra entrar en Europa. Las esperanzas son pocas y los partidos en casa son vitales. Y no porque sean especiales o contra rivales de prestigio, sino para que los jugadores se den cuenta de verdad que EL SEVILLA SOMOS NOSOTROS.

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