El fútbol es así

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Nuestro vecino bético ha aprovechado la entrada en la Fase 3 para darse el piro. Pero no se fue el lunes, el primer día en el que podría haberse podido najar, sino que esperó hasta el viernes. Justo al comienzo de ese día, a las 00:00 horas, escuchamos cerrar la puerta de su apartamento con sigilo y unos pasos tan delicados como apresurados rumbo a un lugar supuestamente menos doloroso para lamerse las heridas, si es que lo pudiera haber. Hulio-17, su perro, jadeaba tras de él, con el rabo entre las patas, al igual que su dueño. Mientras varios futbolistas, es un decir, del equipo derrotado por el Sevilla FC trataban de justificar lo que tenía poca defensa, disculpen el pleonasmo, escuchamos la huida de nuestro desolado compañero de planta. Nos asomamos a la terraza y lo identificamos por sus andares apresurados y su perro rubio de bote. Ataviado con un antifaz de penitente de la Quinta Angustia (y las que le quedan por pasar), desprovisto ya de la camiseta oficial de su equipo, es un decir también, subió a toda prisa a su Hulio de sus entretelas en su politeuvesco automóvil y salieron todo lo aprisa que un largo confinamiento y casi dos décadas de sufrimiento le pudieron permitir a aquel vehículo tan arcaico. Es lo que tiene cuando a alguien le dan tres meses para fantasear y hacer castillos en el aire, cuando se construye un relato de ciencia ficción que solo se sustenta en espejismos más propios del desierto del Sáhara que del verde pasto del Ramón Sánchez-Pizjuán. Un relato, cuento más bien, que al final te tienes que tragar sin un mal buche de agua. Así que se nos fastidió la idea que surgió en el minuto 60 de partido, llamarlo al día siguiente a pedirle perejil para cocinar. Esta vez no pudimos verle ni la cara, oculta tras esa indumentaria de penitencia de la que no se va a poder librar ni en Matalascañas.

Porque para contar el derbi vaciado, y no solo lo que sucedió en los casi cien minutos de partido entre el Betis y el Sevilla FC del pasado jueves, hay que remontarse a varias semanas antes. No digo yo que a tres meses antes, cuando la pandemia obligó entre otras cosas a suspender la competición liguera, pero sí al menos al momento en el que el señor Tebas que no te vas anunció el regreso del fútbol profesional. A partir de ahí Jul y Gan, y un servidor también, a pesar de que no le echaran cuenta, notaron que el cielo sevillano no lucía tan azul como en los primeros días de confinamiento. Quizás fuera entonces cuando comenzara de verdad el derbi. Aquel día sentimos algo extraño en el ambiente.

– Parece que vuelve la contaminación, Jul- señaló Gan observando el cielo-. El cielo está cogiendo un tono grisáceo, pero lluvia no parece que sea.

– Pues no que me está dando un tufo a humo rarísimo- advirtió Jul, que, lo sé por experiencia, goza de un olfato que ya quisiera nuestro Coke-23 tener. Mi compañero de piso se volvió a mirarme con ojos inquisidores.

– A mí no me mires, Jul- me defendí- De lo de los gases ya estoy curado.

Intentamos escudriñar por la ventana, pero no encontramos nada sospechoso. Abrimos la puerta de la casa, por si el olor venía de alguno de nuestros vecinos, en especial del que ustedes ya saben, pero no, tampoco dábamos con la tecla de lo que sucedía.

Era una época en la que eso de las fases ni había comenzado ni siquiera se imaginaba que iba a ser algo tan complicado. Hasta que cuando se hizo tarde, entre el aplauso a los héroes y los cacerolazos de los canallas, cuando la luz cayó, comenzamos a ver salir por las ventanas de muchas casas una especie de vaho verdoso extrañísimo. No eran todas, para ser sinceros. En realidad eran una minoría, pero tampoco se podía decir que fueran una ni dos. De hecho, también vimos que la casa de nuestro vecino emanaba ese mismo humillo verde de olor ciertamente desagradable. Y también escuchábamos débilmente su voz, pero no acertábamos a entender lo que decía. Solo sabíamos que era una conversación de videollamada, porque cuando él se callaba hablaba más gente.

Salimos afuera y pegamos la oreja en la puerta, como otras veces que lo habíamos espiado. Y en ese momento lo supimos todo. Como si en vez de tres amigos sevillistas fuéramos los ángeles de Charlie, Sherlock y Holmes o los hombres de Paco, un detective muy sevillista, por cierto, dedujimos todo lo que estaba sucediendo en el barrio. Y no, no era que hubiera regresado la venta ambulante de hierbas aromáticas ni nada por el estilo, eso hubiera sido en Fase 3. Era otro tipo de venta la que se estaba dando, que tampoco era marihuana, porque lo hubiéramos sabido desde el principio. Era una venta muy difícil de prohibir porque se producía incluso en confinamiento. Una venta peligrosa y muy dañina para el organismo. La venta de humo.

En aquel puñado de apartamentos lo que estaba sucediendo, en especial al atardecer, pero no siempre, eran videollamadas entre aficionados al fútbol, a veces entre familiares, otras entre peñistas o aficionados varios del equipo que juega, otro decir, al final de la avenida de los cacerolazos. Sí, lo que unía a todos los que producían esos vertidos tóxicos, el hilo conductor del caso, era su devoción manquepierdista siemprepierdista.

Presuntamente víctimas de un aburrimiento supino durante el confinamiento, hartos de Netflix, de una HBO que entonces mostraba negritos y no se había vuelto gilipollas todavía, o de cualquier cadena televisiva, no habían tenido otra ocurrencia que entretenerse en imaginar el saco de goles que nos meterían en el derbi, su última oportunidad de justificar la temporada, aunque, pensándolo mejor, la única forma con la que cada año justifican su temporada. Como en una serie de moda, a lo largo de los días se sucedieron capítulos y capítulos de una historia que solo podría haber imaginado una mente delirante, especie, por lo demás, bastante abundante entre sus huestes. Y así debió ser, porque el tufillo verdoso fue cada vez más intenso con el paso de los días. Hasta que el pasado jueves, último día de contaminación, Lucas Ocampos y Fernando Reges conjuraron el hechizo del Sevilla FC en cinco minutos. Y de mirar para arriba pasaron de nuevo a mirar para abajo.

Y es que hay una máxima en el fútbol que dice que en un encuentro todo puede pasar. Pero no es menos cierto que, como todo en la vida, quien se prepara a conciencia, quien deja lo mínimo al azar, tiene más probabilidades de salir vencedor. Y que cuando todo son fantasías, la realidad se encarga de abrirnos los ojos, a veces con un puñetazo de realidad y otras con un par de goles. Y lo que sucedió el jueves fue que unos salieron al desértico terreno de juego con los ojos bien abiertos, y a otros se les cayó el castillo de naipes al subir la escalinata del vestuario. Y pasó lo que pasó. Probablemente lo que no podía haber pasado de ninguna otra forma. Y es que, ya lo dijo Boskov, el fútbol es así. O asín, que dirían los amigos de Rafa Almarcha.

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