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De nuevo, normalidad

El Sevilla FC y el resto de equipos de LaLiga, tal y como avanzábamos la semana pasada, reanudó los entrenamientos. Lo hizo entre el júbilo de los aficionados más sordos y la indignación de los profesionales sanitarios más mudos, y no porque estos no griten ni lo intenten, sino porque no hay peores sordos que los que no quieren escuchar. Y ante esto, cualquier proclama, por lógica que parezca, se pierde entre los vericuetos de la indiferencia.

El desconfinamiento ha traído no pocas cosas positivas, como poder presenciar a tanta gente paseando, haciendo deporte, a horas en las que las ciudades eran un desierto o en momentos en los que las terrazas de los bares se atestaban de parroquianos. Sí, los bares nos demostrarán a partir de esta semana, de manera progresiva y desescalada, si lo nuestro era un cambio real de actitud ante la vida o simplemente un mal menor a la alternativa de continuar arrinconados en una solución habitacional, liberalismo dixit, o a la ausencia de esos foros ciudadanos que conformaban los establecimientos hosteleros.

Me encuentro entre los que en esta cuarentena han pasado de la alegría a la indignación sin solución de continuidad. Alegría por volver a ver la ciudad habitada, e indignación por la falta de respeto a los muertos que un número minoritario pero muy significativo de personas, muchos adolescentes, pero también bastantes adultos, ha demostrado, saltándose las normas de distanciamiento mínimo y haciendo caso omiso a la recomendación de uso de mascarillas, máximo signo de consideración al resto de ciudadanos. Como ya es tradicional y crónico en nuestra sociedad, la impunidad con la que muchos personajes actúan tiene que ver con una máxima que llevamos tan a gala, esa que afirma que todo lo que hacemos es legal si no nos pillan in fraganti. Así funciona nuestra sociedad, para vergüenza de todos, con la complicidad también de todos.

Resulta cuanto menos chocante esa euforia que ignora que nada, o muy poco, ha cambiado desde que el coronavirus se instaló en España, saltándose muros acuchillados y aduanas de todo tipo. Porque sigue sin haber vacuna. Y no la habrá antes de un año si es que alguna vez la hay, y tampoco hay tratamiento farmacológico alguno que haya demostrado que funciona. Basta recordar cómo en los años 80 del siglo pasado, con motivo de la irrupción del SIDA, se predijo que habría vacuna en unos dos años. Y no solo no la hubo ni la hay, sino que se tardó unos diez años en conseguir un tratamiento farmacológico que pudiera cronificar, que no curar, la enfermedad. A día de hoy, los profesionales sanitarios abordan la COVID-19 tratando de paliar los síntomas que se presentan, afrontando cada situación como viene. Solo la naturaleza de cada cual marca la diferencia entre vivir o morir. Ojalá que pronto se pueda decir otra cosa, pero en este momento no hay más, y lo que escuchamos o leemos en los medios, llámense promesa de vacuna o fármaco milagroso, no son más que, a día de hoy, insisto, noticias con interés bursátil y especulativo, encaminadas más bien a darle una vuelta de tuerca al juego de trileros en que se ha convertido la economía, otrora denominada juego de la silla o de la escoba.

Creer que todo ha pasado, además de una falta de respeto a los muertos es una desconsideración hacia nosotros mismos, a aquellos que de momento no hemos sido llamados por el coronavirus. Regresar al punto de partida sin las debidas precauciones no nos llevará a otro lugar que al inicio del capítulo 2 de un, ahora sí, porque todos estamos avisados, suicidio colectivo. Eso sin tener en cuenta que la causa primera de lo que ocurre, guste o no a quienes niegan la ciencia y a sus lacayos, no está en el virus, puesto que este no es más que la primera consecuencia importante que nos ha llegado del cambio climático en el planeta, originado por nuestra forma de vivir. Guste o no guste también a los talibanes ⸺nosotros los tenemos a manojitos, y son tan peligrosos o más que los religiosos⸺ del neoliberalismo.

Dicho esto, resulta indignante, y no pocos futbolistas así lo han manifestado, que forzar el reinicio de la competición liguera suponga utilizar a mansalva unos recursos sanitarios en los futbolistas de los que carecen los profesionales que nos defienden en las trincheras hospitalarias. Que podamos saber, aunque se viole la legislación sobre protección de datos, como ha denunciado la AFE, cuántos jugadores están o han estado infectados por la COVID-19, y, en cambio, poco se sepa acerca de la prevalencia de la enfermedad entre quienes nos tienen que sacar del atolladero si caemos en él. Que actuemos así dice mucho sobre las bases morales y éticas, que no es lo mismo, de nuestra sociedad.

Regresamos a la normalidad sin que esta haya cambiado mucho. La nueva normalidad parece un calco de la anterior y tiene un condicionamiento económico comprensible, porque muchas familias también lo están pasando mal por el coronavirus sin estar infectados. Pero esta nueva normalidad debería ser realmente nueva, a menos que deseemos hacer ricos a los propietarios de las empresas funerarias.

Se entiende que el regreso a la competición liguera sea una necesidad económica de estos clubes convertidos en sociedades anónimas deportivas. Como aficionado celebro poder volver a ver a mi equipo, aunque sea por televisión. Pero como ciudadano me indigna, me duele que quienes se juegan su vida por la mía presencien con des- facha- tez el comportamiento de muchos de sus vecinos y que el negocio del fútbol sea más importante que el derecho a la salud de todos, una lucha que no debería ser solo suya sino también nuestra. Y es que hay muertos y homicidios que ningún juez va a investigar. Porque, caso de hacerlo, quizás tuviéramos que ser todos los que debiéramos ingresar en la cárcel, por nuestra responsabilidad en mantener viva la enfermedad. Y, al igual que nunca hay suficiente pan para tanto chorizo, tampoco habría rejas para tantos delincuentes.

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