Quieren acabar con nosotros

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La mañana perezosa trajo una lluvia persistente que alejó a parte de los parroquianos habituales que nos sentamos en las gradas del Sánchez Pizjuán (no se vende). La ausencia del vecino de atrás, probable futuro suegro de Jul si la Kiss-Cam no lo impide, fue de las pocas cosas positivas del partido contra el Leganés, ese equipo que es como un spoiler, pues su mismo nombre anticipa el desenlace del encuentro. La ausencia y los tres puntos, claro está, porque, después del cuasi ridículo y vergüenza ajena que pasamos, pidiendo la hora ante el colista, ante un equipo cuyo propio nombre solo pide ganarle, solo nos queda pensar que nuestro casillero sube igual que si le hubiéramos ganado al Barcelona, al Atlético de Madrid o a esos equipos contra los que una victoria se acerca ya a la literatura fantástica.

Uno, que tiene ya una edad, al asistir estupefacto al cambio de Luuk De Jong por Sergi Gómez, sintió atravesar el túnel del tiempo y viajar cuarenta años atrás. En vez de a Lopetegui como entrenador me pareció ver a otro -egui, Maguregui, como entrenador, y en lugar de presenciar un partido del Sevilla, encontrarme en uno del Hércules de Alicante, del Burgos o del Real Murcia, equipos que entraban con el autobús directamente al césped del estadio y lo aparcaban delante de su portería. No me podía creer que el último de la tabla, que ya nos cascó tres el año pasado, nos encerrara en nuestra área y fallara unos goles que por sí solos justifican el puesto que ocupan.

Javier Aguirre tiene tarea con el Leganés, porque el hombre puede disponer tácticamente a su equipo, pero lo que no tiene capacidad de hacer es rematar las pelotas. Imagino que el entrenador soñaría con haber tenido en el banquillo a alguno de los aficionados que se entretuvieron lanzando penaltis en el descanso, porque seguro que lo hubieran hecho mejor que alguno de sus futbolistas.

Después del tostón del jueves, con la segunda unidad empeñada en reconocerse como segunda unidad, lo que hemos pasado con la primera ha sido de narices. Sí, de acuerdo, el fútbol es emoción, pero no esto. Patatús, taquicardia, colapso… Como esto siga así serán necesarios entre treinta y cuarenta mil desfibriladores a lo largo del estadio (que no se vende), porque si no, no vamos a resistir.

Puede ser, es una teoría que comienzo a vislumbrar, que esto no sea culpa de Lopetegui ni de los futbolistas. Que ellos no hagan más que cumplir órdenes de arriba, obediencia debida lo llamaban en algunos regímenes de terror que, otra cosa más, queremos volver a poner de moda en Europa. Puede ser que asistamos a una estrategia de los grandes accionistas de cara a la próxima junta general, de fecha variable para que se dificulte la representación de acciones. Quizás lo que pretendan sea que caiga de infarto un porcentaje suficiente de pequeños accionistas, y que así se puedan hacer los cambios que la cúpula desee y puedan hacer caja. Por ejemplo, que al presidente Pepe Castro lo sustituya el nuevo plesidente  Pepe Castlo.

Afortunadamente, nada grave sucedió. Y menos mal, porque si el estadio (que no se vende) tiene por asistencias las que evacuaron al futbolista pepinero lesionado, aviados vamos. Si Siovas no tuvo bastante con la lesión, debió soportar con paciencia el paso de la camilla tras las redes de la portería, Casi tienen que ir a por unas tijeras para sacarle de allí. El futbolista se lesionó en el minuto 2 y casi escucha el homenaje a Antoni Puerta del 16 sin haber abandonado el estadio (no se vende).

Menos mal que nos queda Diego Carlos, ese hombre que a mi edad, hace que me asalten dudas sobre mi identidad. Y encima, se empeña en cambiarse la camiseta con un contrario al final de cada partido y quedarse… ay, qué nervios. Esa imagen, su gol, y la carga legal que le hizo al contrario que casi acaba en Banco de Pista, lo mejor de la mañana. Lo demás, para olvidar y que no nos lo recuerden el próximo partido. Que el carné cuesta un huevo, Lopetegui. Y que el autobús se quede fuera del campo, aunque tenga seguro a todo riesgo.

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