Insulsos insultos

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Ya en el ecuador del siglo XIX (que para quien sólo vea en esas siglas propuestas para la quiniela, también quiere decir “diecinueve”), el filósofo alemán Arthur Schopenhauer publicaba su celebrado ensayo “El arte de insultar”, complemento necesario de su también ensayo previo titulado “El arte de tener razón”, que él explicaba con 38 reglas básicas. La última de ellas, descartadas todas las que apelaban a la confrontación racional, al habilidoso manejo de los argumentos, a los juegos de palabras, a las tácticas dialécticas a caballo entre la lógica y el sofisma, etc., la última de ellas, decía el alemán, una vez comprobada la manifiesta superioridad del contrincante, y a falta de argumentos de peso con los que seguir defendiendo una postura, creencia o parecer, era el insultar.

Sostenía que “el propósito esencial es, por supuesto, anonadar al adversario, pero esto no puede derivar en la simple ordinariez barriobajera, sino que el dicterio ha de ser elaborado con arte”. Y añadía que el insulto, “para que sea eficaz, debe ser agudo, lúcido, certero, preciso…”

Es por ello que calificar de manera despectiva a alguien como “negro de eme…”, más que racista es del género bobo, es infantil, es chabacano y es tan burdo que no merece más respuesta que el también infantil “bota, rebota y en tu culo explota”.

Cuánto se echa de menos a aquellos próceres de la patria, excelsos oradores que hacían de sus lenguas afiladas armas con las que batirse en duelo dialéctico para regocijo del personal asistente en la tribuna de invitados y de quien tenía por afición leer a posteriori los diarios de sesiones. Qué manera más elegante de contestar a un diputado que hacía chanzas sobre el dudoso gusto de aquel en la elección de su ropa interior que espetarle, serio y con temple, “pensé que su mujer era más discreta”. Comparen esa brillante frase con el exabrupto al que podría haber recurrido por la vía rápida de “cornudo de eme…”

O aquel otro que se jactaba de su experiencia y conocimiento del mundo latinoamericano asegurando desde su escaño que él había cruzado el océano atlántico hasta en 39 ocasiones. Y su rival político, en vez de recurrir al más que previsible “tonto de eme…”, prefirió recurrir al arte y espetarle: “Si fuera verdad lo de las 39 veces, usted ahora no estaría aquí, sino allí”.

Y qué me dicen de nuestro excelso Siglo de Oro… Con esos Góngora y Quevedo, Lope de Vega mediante, utilizando lo mejor de nuestro idioma para ridiculizar, defenestrar, humillar al bate rival en éxitos literarios…

“Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado.
Era un reloj de sol mal encarado,
érase una alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón más narizado”.

¿En qué momento cambiamos estos atinados y altivos epítetos por ese camino rápido del “árbitro, cab…, tus muertos tós”?

“Este cíclope, no siciliano,
del microcosmo sí, orbe postrero;
esta antípoda faz, cuyo hemisferio
zona divide en término italiano;
este círculo vivo en todo plano;
este que, siendo solamente cero,
le multiplica y parte por entero
todo buen abaquista veneciano.”

¿En qué momento renunciamos a la fuerza de la rima consonante, al adjetivo elegante y preciso, y nos resignamos a enfangarnos en la zafiedad  del “negro de eme…”, “calvo de eme…”,  “lo que sea de eme”, “me vas a comer la”?

Por cierto, el libro de Schopenhauer está publicado en la editorial Alianza de Bolsillo y sólo cuesta 11,90€. Lo digo por si cala. O por si cuela.

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