El 15-M

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Hace ya diez años, el 15-M (de mayo) las plazas de muchas ciudades se convirtieron en improvisados campings repletos de tiendas de campaña electoral y consignas, de megáfonos y banderas, de caras pintadas y de caras incrédulas, de sueños por cumplir y de advertencias cumplidas, de policía nacional y de música internacional, de improvisadas pancartas y de selfies multitudinarios, de algarabía nocturna y de vigilia diurna, de conexiones en directo y de comidas recalentadas, de pulsos al poder bajo el lema de “podemos”, de quitarle los pestillos a la puerta del sol y colgarle el cartel de “Pase sin llamar”…

Hace ya diez años, el 15-M (de mayo) cambió nuestro mundo.

Hace ya un año, el 15-M (de marzo) las plazas de todas las ciudades se convirtieron en solares y desiertos habitados por el miedo, el silencio y la incertidumbre. Nuestra vida pública, quién nos lo iba a decir, se limitó a las dimensiones de una ventana, de un balcón o, en el mejor de los casos, de una azotea. La libertad era caminar en círculo en espacios cuadrados. Nos comunicábamos con aplausos y vía zoom. Sólo nos abrazábamos en las despedidas de los mensajes de Whastapp y la palabra “convivientes” se convirtió en el pasaporte de nuestros afectos. Rimábamos “Resistiré” con “Todo saldrá bien”. El tiempo empezó a contarse de dos en dos semanas. Las puertas mandaron al ERTE a sus mensajes de “Tire”, “Empuje” y “Pase sin llamar”. Las avenidas quedaron reducidas a pasarelas por las que desfilaba el viento y los semáforos se transformaron en incomprendidas y solitarias estatuas de sal. Los gritos de los estadios enmudecieron, el balón se quedó en el túnel de vestuarios, las bufandas sólo dieron calor y color a los cajones, los titulares indiscutibles también pasaron a ser reservas y los puntos en la clasificación se transformaron en puntos suspensivos.

Hace ya un año, el 15-M (de marzo) cambió nuestro mundo.

Y hace apenas dos días, el 15-M (también de marzo, claro), en las plazas de Sevilla se juntaron el silencio y la algarabía, las caras pintadas y las caras decepcionadas, las banderas y el insomnio, los abrazos por Whastapp y los pésames por Telegram. Para algunos, la mascarilla no era lo suficientemente grande como para taparles la sonrisa. Otros, se subían la mascarilla hasta los ojos para pasar desapercibidos. Los que en los días anteriores habían hecho del mantra “nos colocamos a tres” su razón de ser y de existir, veían cómo los dedos de las manos les eran insuficientes para contar el “de momento, a nueve y, el miércoles, quizás hasta a doce”. Hubo quien invadió las plazas y quien se quedó en su casa. Hubo quien aseguraba que, con estos rivales, quién necesitaba convivientes. Unos nos comunicábamos con aplausos y cánticos y otros navegaban sin rumbo por canales atorados. Las avenidas se convirtieron en paseos triunfales y en los semáforos el color rojo cobró mucho más brillo que el verde. Las nobles consignas escritas con la experiencia del tiempo dentro del estadio se impusieron a las vergonzosas pintadas pertrechadas con nocturnidad y alevosía del exterior. Unos recogieron los frutos del trabajo bien hecho. Otros tuvieron que conformarse con los cocos de sus palmeras. En las puertas de Europa, a algunos se les volvió a colgar el cartel de “Pase sin llamar” ganado a pulso y a otros se les dijo “empuje usted más fuerte o tire pa su casa… otra vez”.

Hace apenas dos días, otro año más, el 15-M (también de marzo, claro) no cambió nada. Unos, a lo nuestro y otros… Y qué más da los otros…

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