Desconcertados

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Jul y Gan pasaron toda la tarde del sábado desconcertados. Y yo también, todo hay que decirlo, a pesar de que mi opinión importe poco en nuestra casa. Después de haber visto el partido que jugó nuestro equipo en ese estadio con nombre de multicines o de galería comercial, ya pesar del excelente resultado, nos sentíamos incapaces de argumentar nada, no sabíamos qué decir. De hecho, ni nos dirigimos la palabra hasta mi regreso de casa del vecino bético, a la que tuve que acudir porque nos había encargado el cuidado de su perro Hulio, y tenía que ponerle su pienso antidepresivo. El pobrecito de nuestro rival del apartamento contiguo se debía de haber anticipado a las circunstancias porque, a la vista de los últimos resultados de su equipo, y temiendo lo que se le venía encima con los partidos frente al Real Madrid y al Sevilla FC, había decidido irse a meditar a un monasterio budista que había construido en Sevilla Este la comunidad china local en el que estaban totalmente prohibidos los móviles y la radio, en especial la del Betis, por ser fuente de muchas recaídas en los trastornos del ánimo de los allí recluidos.

Al regresar a casa aún se mantenía un silencio que podría cortarse con un cuchillo, siempre y cuando estuviera bien afilado, claro. Me quité la mascarilla que usé para entrar en la casa del vecino asceta, me froté bien todo el cuerpo con el gel hidroalcohólico que conseguimos de milagro en el mercado negro, y me senté a prudente distancia de mis amigos y de nuestro perro Coke23, que también andaba confuso, valga la licencia poética, porque andar, lo que se dice andar, lo hace a cuatro patas. Jul y Gan parecían más pesimistas que John Capel antes de comenzar un encuentro de nuestro equipo. Tenían caras de estar a punto de cerrar la cuenta de Twitter, y eso que aún no la hemos abierto siquiera.

Qué paradoja. Los tres, si es que mi opinión cuenta como les dije antes, hubiéramos firmado el resultado que se dio. Habríamos dado saltos de alegría, de júbilo, por no haber recibido un saco de goles que, visto lo visto frente a Osasuna y Cluj, temíamos y dábamos por inevitable. Empatar en ese estadio con nombre de sirena o de cantante de soul era algo que no esperábamos, que ni se nos pasaba por la imaginación. Y, sin embargo, el ambiente post partido era de derrota. Como si la atmósfera negativa que se respiraba a la hora del almuerzo se resistiera a marcharse, como si nos hubiera invadido ese aire irrespirablemente patológico que inunda la casa del vecino desde que se instaló en su glauco apartamento, que diría el escritor palangana, vecino de la plaza Cervantes para más señas, don Gregorio Verdugo.

El desconcierto anegaba nuestras almas níveas y bermejas. Alegrarse en la victoria y lamentarse en la derrota es lo normal. Y, en caso de empate, según dónde y cómo se dé. Pero este empate era irreprochable. No solo por la categoría del equipo, sino por pertenecer este a una ciudad en la que el mangazo a los periféricos es lo habitual. Además, íbamos perdiendo y remontamos. Y, si me apuran, hasta nos salvamos de chiripa en dos ocasiones clarísimas que tuvieron a su favor. No, no podía ser una tarde para la tristeza sino para la alegría. Por menos de eso se hubiera alegrado nuestro vecino con su equipo. Aunque, hemos de reconocer, cualquier excusa puede ser motivo de alegría en casa del pobre. No en vano el manque pierda es como un seguro de vida ante la desdicha. Pero nosotros no somos así. Nosotros somos del nunca se rinde. Y el equipo no se rindió. Compitió hasta el final, jamás se acoj… se asustó como en otras diarreicas y acomplejadas temporadas. ¿A qué tanta melancolía?

Fue entonces cuando, ante tal desbarajuste, decidí hacer de Lopetegui. No, no vayan a pensar que me encerré en el cuarto de baño para defender el resultado, ni que decidí sustituir a Jul o a Gan por Nolito, para que nos diera alguna alegría aunque fuera a baja velocidad. No, nada de eso. Tiré de psicología, pensé que el salón de nuestra casa era el vestuario sevillista y comencé a batir las palmas con más fuerza que si me hubieran contratado para una caseta de Feria.

– ¡Venga chicos!, ¡arriba ese ánimo!- grité-. Que hemos empatado en el Wanda, ¡que vamos terceros!

Jul y Gan me miraron confusos, sorprendidos ante mi arenga. Reconozco que fue un momento de turbación también para mí por su catastrófico resultado, pero no me vine abajo, y en plan Ocampos, subí la banda del salón para centrarles otra arenga que les elevara el ánimo.

– ¿No oyeron lo que les dije, muchachos? Les recuerdo que en el almuerzo discutíamos si nos iban a meter tres o cuatro, que íbamos a resucitar a Vitolo y que Diego Costa le iba a meter las cabras en los corrales a nuestro Diego Carlos. Y no ha pasado nada de eso, si hasta el Cholo ha salido huyendo del estadio al finalizar el partido. ¡Basta ya de tristezas, que para eso están los palmerines!

Ahora sí. Ahora sí que reaccionaron, aunque sin euforia. Fue Gan el que tomó la palabra, porque Jul no nos echaba cuenta. En ese momento estaba discutiendo con la novia acerca de a cuál manifestación del 8M iban a acudir. Que si el Prado, que si la Torre Pelli…

– Es que no sabemos de qué vamos a escribir el lunes en La Colina de Nervión.

– ¿Cómo?- Ahora el que no entendía nada era yo.

– Es que no podemos meternos con Lopetegui ni con De Jong. ¿Y ahora de qué hablamos?

Y lo peor es que tenían razón.

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