Finalizó la temporada. Intuí un respiro de alivio en todos: jugadores, entrenador, público… Sextos, de nuevo clasificados para Europa, pero con la tristeza de que la Champions se nos escurrió entre los dedos, la misma a la que se agarró con fuerza el Valencia, a la que solo llegó cuando únicamente vale, en la cuenta final. Por la misma empinada cuesta que caíamos en picado durante la segunda vuelta, subía a toda velocidad el equipo ché, para aferrarse merecidamente a un puesto ganado con tenacidad y con paciencia, sin haber perdido la confianza en el entrenador.
A pesar de que ser sextos es nuestro puesto natural en la liga histórica, a pesar de que no hace tantos años lo hubiéramos firmado como un sueño, un poso de tristeza y resignación nos invadía a los que descendíamos de las gradas por última vez hasta el próximo agosto. Fue un partido triste, y no me refiero solo al juego desplegado, porque el equipo no aguantaba más. Ver a Gnagnon hacer de Banega, con mucha dignidad, por cierto, ser testigos de que el penúltimo centrocampista que nos quedaba acabara lesionado y al sustituto de Sarabia llevarse la mano al muslo, animaba a rezar para que el tiempo pasase lo más pronto posible. Para colmo, en los marcadores no aparecía el minuto de juego, así que resultaba difícil hasta pedir la hora.
El horario elegido fue la enésima falta de respeto que se le hace al Sevilla por parte de Tebas (haz honor a tu apellido y te vas, hombre, de una vez). Y el penalti pitado, que afortunadamente desautorizó el VAR, la última afrenta.
Mientras se dilucidaba la jugada, y veía a dos equipos pendientes de la decisión y de sus posibilidades por entrar en Europa, pensaba en cómo un deporte que maneja tantísimo dinero, en el que los clubes se juegan tanto, pueda seguir dependiendo de estos convidados llamados árbitros, que a lo máximo que pueden aspirar en un encuentro es a pasar desapercibidos, y que tanto perjudican, por lo general, a los de siempre.
El colectivo arbitral es un gremio que ha ido creciendo y generando más gasto, sin que el problema se haya resuelto. Al principio eran un árbitro y dos jueces de línea; después el profesionalismo, o sea, llevarse un mayor trozo del pastel, el que genera el espectáculo que realizan los futbolistas; luego, hubo que emplear un cuarto árbitro y, en algunas competiciones, jueces detrás de las porterías; y finalmente llegó el VAR, con su inversión tecnológica y humana, porque son al menos tres jueces más los que están, más los técnicos que deban instalar y mantener los equipos. Y todo, para qué, para seguir pitando penaltis como el que solo vio el árbitro, para seguir siendo fuertes con los débiles y débiles con los fuertes. O sea, el deporte nacional dentro del deporte rey.
Ahora toca repensar bien el proyecto. Monchi tiene una ardua tarea por delante para reequilibrar el equipo, para que la temporada que viene retorne la ilusión. Muy pronto comenzarán los rumores, los fichajes, los sueños. Y regresará el optimismo a la afición, quizás la única que de verdad jamás se rinde, la que nunca falta ni se lesiona. Desconozco cuándo empezará el runrún que nos motive y nos incite a renovar los abonos, pero lo que es cierto es que el sábado todos estábamos agotados.
Mientras tanto, recemos por que lo de Sarabia no sea un Vitolo II, por que el miarma se quede; soñemos con que alguien aproveche a Gnagnon y le saque el rendimiento que ha aportado cuando se lo han permitido.
Pero antes de rezar y soñar, déjennos descansar un poco. La temporada ha sido muy larga. Demasiado larga.