Aquí no hay VAR

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Cuando uno tiene a la familia a unos mil kilómetros de distancia, se antoja complicado pasarse a saludar y a cenar con relativa frecuencia. Yo solía hacerlo cuando el calendario me daba una tregua laboral en forma de vacaciones (Navidad, Semana Santa y verano, lo típico) Y digo “solía” porque desde el inicio de la pandemia no había vuelto. Es más, lamento tener que recordarlo aquí, la última vez que estuve allí fue con motivo de la celebración del partido de Copa del Rey entre el Mirandés y el Sevilla Fútbol Club, el treinta de enero de 2020.

Hasta entonces, más allá de disfrutar del calor del hogar que me vio crecer hasta que me fui a vivir a Bilbao y de celebrar cada anécdota olvidada con los amigos de toda la vida, hasta entonces, digo, una de las cosas que más me gustaba hacer era ver partidos de fútbol en la tele con mi padre. Preferentemente al Athletic, claro. Pero también al Sevilla Fútbol Club, al Barça cuando lo dirigía Guardiola y a cualquiera que jugara contra el Real Madrid con la bendita esperanza de que le ganara.

Si el partido estaba interesante, comentábamos las jugadas, las tácticas, las individualidades, las decisiones arbitrales. Celebrábamos nuestros goles y nos tragábamos estoicamente los contrarios. Y si el partido era aburrido o intrascendente, dejábamos al locutor hacer su tarea y nosotros nos entreteníamos hablando de la vida, del trabajo, de su día a día y del mío, separados por esos mil kilómetros y tan parecidos en ocasiones.

La semana pasada tuve que recorrerlos de nuevo. Y esta vez, sin nada que celebrar en la maleta. Más bien todo lo contrario. Mi padre ya no estaba. Acababa de fallecer y al final del trayecto solo me esperaba la posibilidad de una inútil despedida.

Tres días después, el jueves por la noche, me senté en el mismo sofá de siempre, delante del mismo televisor de siempre, a ver el partido del Sevilla Fútbol Club contra el West Ham. Pero ya sólo me acompañaba el fatídico hueco de su ausencia. Ya no pude comentarle lo que opinaba la afición sevillista en la Peña, no pude contarle lo que decían mis amigos en el grupo de Whatsapp, los chistes, los memes, los temores, las esperanzas, la ilusión puesta en la Final en nuestro propio estadio… Comenzó el partido y sólo la voz del locutor rebotaba por las cuatro paredes de nuestra sala de estar. Mi cabeza seguía hablando con mi padre, pero ya no tenía al lado a quien me llevara la contraria o se riera con mi comentario.

Alguien había decidido cometer una flagrante falta contra el corazón de mi padre y hubo que sacarlo en camilla de ese terreno de juego que es la vida. Yo me quedaba sin mi compañero de equipo y allí no había árbitro a quien poder protestar: ni un dios, ni un destino… Nadie. Y en este partido de fútbol que disputamos todos los días, tampoco hay VAR al que recurrir, revisar tranquilamente la jugada desde todos los ángulos posibles, confirmar la injusticia y restablecer la situación al momento anterior a la falta. Y, lo que es mucho peor, en el banquillo tampoco hay nadie para salir a calentar al momento y poder sustituirlo, para que yo pueda seguir recibiendo sus asistencias o para abrazarme a él en caso de producirse alguna de esas pequeñas victorias que vas logrando con los años, con esfuerzo y, sobre todo, con sus enseñanzas.

Me queda el consuelo de la herencia recibida en forma de educación y apoyo incondicional. Y pienso presumir de ella y lucirla siempre reluciente en las vitrinas que atesoran mis trofeos más preciados. Porque no todos los días uno pierde a su mejor amigo. Perdón por la tristeza…

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