Equipo, equipo, equipo

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Un equipo es mucho más que la suma de los futbolistas que lo componen. Quizás este sea un lugar común en el fútbol y en cualquier deporte asociativo, a la altura de “El fútbol es así” y demás frases manidas que tanto abundan, pero no por ello deja ser una verdad como un templo. Estamos en pretemporada, una época en la que los aficionados de cualquier club miramos nerviosos los fichajes y las ventas de jugadores para nuestra escuadra. Soñamos que vengan unos, tememos que se vayan otros, y así será nuestro día a día hasta que llegue septiembre y el mercado se cierre. Grandes estrellas, oportunidades de mercado, promesas por explotar, veteranos por resurgir… Nuestra cabeza vuela y justifica, en el caso de los más optimistas, o refuta, en la voz de los más críticos, lo que los técnicos se traen entre manos. De esto viven no pocos bares, en los que los camareros parecen asistir más a un partido de tenis entre parroquianos que a una controversia futbolística. Fichar y vender son aspectos indisolubles al circo futbolístico tal y como está montado hoy en día, un espectáculo en el que todos somos maestros y expertos a la hora de opinar sobre qué demarcación hay que mejorar y cuáles son nuestros candidatos para ello. Sin embargo, la campaña es muy larga y los triunfos no los traen únicamente esos futbolistas que tenemos en mente.

Pensaba en esto al conocer la noticia de la presunta oferta mareante― cuando se utiliza este adjetivo es que los dirigentes nos están preparando el cuerpo y anticipando lo que van a hacer― por uno de nuestros capitanes, Vicente Iborra, un futbolista próximo a cumplir los treinta años para el que puede ser su última oportunidad para un gran contrato, y también la última de venderlo a un precio desorbitante para el club que ha defendido durante las últimas temporadas. Un futbolista que nunca ha sido titular indiscutible, pero que sí ha tenido un importante peso dentro del vestuario en los últimos tiempos.

Me venía esto a la cabeza, y también reflexionaba sobre lo que había sido la campaña anterior, con esa primera vuelta de relumbrón y la caída en picado que le siguió. Todos los equipos tienen rachas buenas y malas a lo largo de la temporada. Quizás las buenas se basan en el aporte de las grandes estrellas fichadas a golpe de talonario (otra frase hecha ya que los talones pasaron a mejor vida), de los nuevos valores descubiertos, que hacen que un equipo confíe y se cohesione. Pero de las malas también hay que salir, y en muchas ocasiones no son las grandes estrellas ni los nuevos valores los que las rompen, sino la gente que maneja el vestuario.

El Sevilla de Sampaoli nos maravilló, al menos a mí, lo reconozco, y me convenció de que en verdad habíamos dado un salto adelante. Los jugadores tuvieron fe en el sistema del entrenador y el sistema funcionó. Era el entrenador el que llevaba el peso del equipo desde la banda, desde allí transmitía la confianza y seguridad en lo que debían hacer, y los jugadores funcionaban. Sin embargo, llegó un día en el que le abandonó el amateurismo. Le llenaron la cabeza de pajaritos patrióticos y el hombre dejó de pensar en lo que tenía entre manos. La consecuencia fue que el equipo se desmoronó. Y  entonces me acordé del gran Coke Andújar, lesionado y en el Schalke 04 y de José Antonio Reyes, exiliado en el Español. Y también, cómo no, de Unai Emery, un entrenador que tiene una cualidad extraordinaria, como la de empoderar al grupo, hacer que el grupo sea mucho más importante que cualquier individualidad. Una cualidad que sólo los grandes equipos lo ven, y no fue casualidad que después de su discreta primera temporada el Sevilla se le renovara, como tampoco lo es que no lo hayan echado del Paris Saint Germain este año, a pesar de que el equipo perdió la Liga francesa por primera vez en varios años.

No conozco a Berizzo, y no sé si su cabeza es tan permeable a los pajaritos como la de Sampaoli. Al menos no es calvo. Tan sólo espero que, independientemente de marcajes individuales, atosigamientos al contrario en su campo y apuesta por un fútbol bello, sepa manejar y distribuir con sabiduría el poder en el sótano de nuestro estadio. Porque llegará un día, quizás incluso al principio, en el que nuestro fútbol sea feo, no podamos correr tanto como los adversarios o fallemos en los marcajes, y de ahí habrá que salir. Y para ello también necesitamos a futbolistas que sepan que defender el escudo que lucen en el pecho es defender la ilusión de mucha gente, porque son ellos y no otros los que nos sacan de los atolladeros. Sí, es posible que necesitemos goleadores, laterales, centrocampistas, lo que ustedes quieran. Pero también necesitamos gente que sea capaz de mirar a los ojos a sus compañeros y digan que hasta aquí llegamos.

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