Cuánto pesa un escudo

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Ese fue mi primer pensamiento en cuanto del Cerro Grande pitó el final del encuentro y, una vez más, habíamos perdido una final frente al Barcelona. A Jul se le saltaron las costuras de la camisa, bastante pasadita ya por cierto después de tantos lavados y, todo hay que decirlo, el bienvivir que se ha pegado este verano. Gan, en cambio, siempre más sosegado, se contentaba con no haber hecho el ridículo, con haber sufrido una, en sus palabras, derrota digna, algo que no hizo sino enfurecer más a nuestro entradito en carnes compañero de piso.

― ¿Una derrota digna? ¿Tú también estás como el vecino y su manque pierda? Las derrotas son derrotas y ya está― espetó Jul enrojecido a nuestro compañero de piso― ¡Y esta me duele! Para una vez que podíamos ganarles…

Tenía razón. Fallar un penalti en el último minuto, y hacerlo como lo hizo Ben Yedder, un lanzador más que fiable, resulta desolador.

― El árbitro― es Gan quien lo afirma― debería haber ordenado repetir el lanzamiento, porque, más que lanzarlo, parecía que había adelantado la pelota del punto de penalti. No se le puede dar más flojo y peor a una pelota que como lo hizo el miarma en su cumpleaños. Vaya regalito que nos hizo.

Estaban tan cabreados mis compañeros de piso que hoy no han querido escribir nada.

―Escribe tú hoy ―me han dicho―, como si no fuera lo que hago siempre.

Fíjense cómo se las gastaban el lunes por la mañana que, al cruzarnos con nuestro vecino el verderón y saludarnos con su mejor sonrisa, el muy hijo de su madre fue verle la cara a Jul y perder, en un instante, todo el morenito que traía de Chipiona. Hasta su perro Joaquín se hizo caca encima. Eso le pasa por haberlo kappado.

Cuánto pesa un escudo, decía, cuánto pesa el pasado, pensó de manera más precisa. Qué losa en momentos importantes. Eso fue lo que creo que le pasó a Ben Yedder. Hace falta tener los nervios muy templados para cambiarle el pulso a la historia, y no lo hizo. Parecía como si no creyera que pudiera empatar el partido y dar paso a una prórroga en la que un físico más rodado como el sevillista pudiera haberle dado la vuelta a la tortilla. Era como si se hubiera tatuado en la frente (en los brazos y las piernas de los futbolistas no cabe un tatuaje más) “No podemos ganarle al Barça”.

La mayoría de las veces, en los momentos clave no son los ganadores quienes aciertan sino que son los perdedores los que fallan. Pasa en muchos deportes, los partidos de tenis son un ejemplo claro de ello. Si se fijan, lo pueden ver en cada resumen de telediario o de Youtube, en la última jugada de un partido es el perdedor el que echa la pelota fuera o a la red, casi nunca acaba con un golpe ganador. Y en el fútbol pasa tres cuartos de lo mismo, al menos pasó el domingo por la noche. A Ter Stegen no le hizo falta ni despejarla. Ay, las cabezas.

Pesa el escudo, como le pesó al Liverpool en la final de la Champions frente al Real Madrid, como ojalá le pese este año al finalista de la Europa League si llegase a enfrentarse con nosotros en la final, que nunca perdimos una. No importa que la historia pasada la hayan escrito otros, que quienes están sobre el terreno de juego no participaran en gestas o fracasos anteriores. Un futbolista se enfunda una camiseta y al instante absorbe todo el peso de su historia.

A Ben Yedder le ha pesado la historia, un pasado del que apenas participó. No es algo achacable solo a él. A grandes futbolistas, a los mejores, les ha pasado. Tan solo hace falta remontarse poco más de un mes atrás, cuando Messi falló el penalti ante Islandia. A Messi quizás no le pese el escudo del Barcelona, pero sí, y me temo que ya sin solución, el de Argentina. Y será uno de los mejores jugadores de la historia que jamás ganaron un Mundial. Al menos se consolará con los 33 títulos que lleva ganados con su club, casi el triple de los que ha ganado el Sevilla en su más que centenaria historia. Y eso sí que es una lástima para nosotros, porque para una vez que tenemos un plato de lentejas cerca, nos lo quitaron cuando estábamos a punto de meter la cuchara. Es lo que tiene ser pobres.

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